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El entrenador: "Más allá de las zancadas"

  • Foto del escritor: OSCAR PORTALES
    OSCAR PORTALES
  • 21 sept
  • 3 Min. de lectura

La figura del entrenador y la del atleta suelen confundirse en la percepción colectiva, como si ambos recorriesen un mismo camino con idénticas exigencias y talentos. Sin embargo, la realidad es más rica y profunda. El atleta encarna la ejecución, la disciplina física, el dominio del cuerpo y la mente bajo la presión del resultado. El entrenador, en cambio, representa el diseño estratégico, la mirada externa que observa desde cierta distancia lo que el protagonista no alcanza a percibir. En esa distancia se construye la confianza, pues quien guía debe ser capaz de leer el juego completo, de anticipar errores y de transformar debilidades en virtudes.

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A menudo se presupone que un buen entrenador debe haber sido un deportista de élite, como si la experiencia competitiva fuese el único pasaporte hacia la sabiduría. Nada más engañoso. La historia deportiva está llena de entrenadores que jamás alcanzaron la gloria como atletas y, sin embargo, se convirtieron en arquitectos de campeones. Pensemos en José Mourinho en el fútbol, quien nunca brilló en los estadios como jugador, pero alcanzó la cima mundial como estratega. O en Toni Nadal, que si bien jugó al tenis de manera modesta, marcó la carrera de uno de los mejores tenistas de todos los tiempos. Estos ejemplos derriban el prejuicio de que solo quien corrió más rápido o golpeó más fuerte puede enseñar a hacerlo.


El atleta trabaja desde dentro de sí mismo. Su cuerpo es un laboratorio en constante experimentación. Sabe lo que es el dolor físico, el sudor interminable y la euforia de la victoria. El entrenador, en cambio, maneja un territorio diferente, el de la mente ajena. Necesita comprender la psicología del deportista, manejar silencios, calibrar palabras y, sobre todo, sostener la calma cuando las circunstancias parecen desmoronarse. Allí radica una de sus virtudes más sorprendentes. No basta con conocer las técnicas, es imprescindible dominar el arte de la comunicación y la gestión emocional.


La fiabilidad de un entrenador se mide por su coherencia. Un deportista confía en él no porque haya levantado trofeos en el pasado, sino porque demuestra consistencia en sus decisiones, porque sabe cuándo apretar y cuándo soltar, porque muestra una visión más amplia que la simple obsesión con el marcador. El atleta, en medio de la tensión, tiende a perder perspectiva. El entrenador, si es fiable, mantiene intacta la brújula y evita que el barco naufrague en el oleaje de la emoción.


En el imaginario popular todavía persiste la idea de que los entrenadores son figuras secundarias, casi invisibles, que se alimentan del talento ajeno. Nada más lejos de la realidad. La grandeza de un entrenador radica en su capacidad de desaparecer en el momento justo, de permitir que el brillo recaiga en el atleta mientras él permanece en la sombra. Pero también sabe cuándo alzar la voz y marcar un rumbo. No busca protagonismo, sino eficacia. En esa humildad se esconde su verdadero poder.


Resulta fascinante comprobar cómo la relación entre entrenador y atleta no se reduce a un contrato profesional, sino que roza lo filosófico. El primero enseña a mirar más allá de la inmediatez, a planificar con paciencia, a entender que la excelencia se construye con miles de pequeños detalles. El segundo necesita esa guía para convertir su esfuerzo en logro, como un escultor que, aunque tenga la fuerza de sus manos, requiere del cincel adecuado para dar forma a la obra.

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Sorprende pensar que la grandeza del deporte no se sostiene solo en los récords, sino en los vínculos invisibles que lo hacen posible. El entrenador fiable es aquel que logra transformar el talento en constancia, que no se deja arrastrar por la nostalgia de un pasado deportivo ni por la vanidad de las medallas. Lo que lo distingue es su capacidad de leer entre líneas, de detectar un gesto mínimo que anticipa una lesión o un bajón emocional, de sostener la confianza cuando el propio atleta empieza a dudar de sí mismo.


Quien observe con atención descubrirá que, aunque atleta y entrenador habitan universos distintos, se necesitan con la misma intensidad. El primero corre, salta o nada. El segundo traduce esas acciones en estrategia, sentido y proyección. Creer que ambos deben compartir idéntico pasado es reducir el deporte a un espejo estrecho. Lo verdaderamente grandioso surge cuando cada perfil asume su singularidad y se reconoce en la diferencia. Allí florece la magia que convierte al deporte en algo más que una competencia, en una lección de humanidad.

 
 
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