Coaching para entrenadores
- OSCAR PORTALES
- 28 nov
- 3 Min. de lectura
El coaching para entrenadores empieza a abrirse paso como un espacio donde respirar en medio del ritmo acelerado que impone la práctica diaria. No llega para sumar teorías ni para recargar la mochila profesional. Se ofrece más bien como un acompañamiento destinado al propio entrenador, un lugar tranquilo donde puede detenerse y revisar cómo está habitando su oficio. En ese entorno se desempolvan inquietudes que suelen quedar aparcadas entre sesiones, horarios y responsabilidades.

Quien guía a otros rara vez se concede un espacio para sí. Acumula objetivos, se exige coherencia y sostiene el ánimo de quienes confían en su criterio. En medio de esa entrega constante, su propio proceso interior queda relegado. A veces avanza por inercia, como si la claridad fuese un deber que no admite dudas. El coaching suaviza esa rigidez. Allí el foco se vuelve hacia el entrenador y se abre una conversación que ordena ideas dispersas y recupera la chispa que alimentó la vocación en primer lugar.
Con el paso del tiempo suele aparecer un movimiento interno que invita a reencontrar el sentido profundo del trabajo. Un deseo de recordar qué impulsa realmente cada decisión y qué queda fuera de escena cuando la agenda manda. A medida que ese reencuentro ocurre, el día a día gana relieve. Pequeños gestos recuperan significado y surge una energía más serena que ayuda a sostener tanto a los alumnos como a uno mismo.
A partir de este punto, la madurez profesional aporta una textura diferente. Cuando la trayectoria supera los cincuenta años de vida, la relación con el entrenamiento se transforma. La mirada se vuelve más amplia y el oído más atento. Se reconocen patrones que antes pasaban desapercibidos y se intuye lo que cada alumno necesita con una precisión que no proviene de la teoría, sino del recorrido. La experiencia se convierte en un mapa interior que orienta incluso en días inciertos.
El coaching contribuye a dar forma a esta riqueza acumulada. Permite distinguir qué aspectos del propio estilo siguen vivos y cuáles se han mantenido por costumbre. A esa edad el cuerpo pide otro ritmo y la mente reclama un modo de trabajar más sostenible. No se trata de disminuir la exigencia, sino de integrarla con una conciencia más fina. En ese equilibrio aparecen nuevas maneras de acompañar que respetan tanto las capacidades del entrenador como las del alumno.
En muchos casos quienes superan los cincuenta descubren que han desarrollado una sensibilidad especial para captar matices. Perciben la tensión en un gesto, el desaliento que aparece sin ruido o la necesidad de ajustar el paso antes de que surja el agotamiento. El coaching ayuda a poner orden en esta intuición y a convertirla en una herramienta profesional consciente. Le da un espacio para que se despliegue sin quedar ahogada entre tareas.

La calma que nace con la experiencia se convierte en aliada. No es una calma que adormezca, sino que afina. Permite sostener procesos sin prisa, acompañar sin sobrecargar y establecer límites sin rigidez. El coaching acompaña esta evolución con discreción. No promete grandes giros, pero favorece una claridad que ilumina el trabajo cotidiano y abre una forma de liderar más humana y más equilibrada.
El oficio de entrenar nunca se cierra del todo. Siempre queda una zona donde seguir creciendo. Para quienes ya han recorrido un amplio tramo del camino, el coaching puede convertirse en esa presencia amable que aligera la marcha y mantiene el horizonte disponible. No señala destinos finales. Simplemente acompaña a mirar con mayor hondura lo que ya está ahí, esperando ser atendido.


