Autoconfianza. Un impulso con sentido
- OSCAR PORTALES
- 12 nov
- 3 Min. de lectura
La autoconfianza no es una simple sensación de seguridad ni una fe ciega en uno mismo. Es una expectativa realista sobre lo que realmente podemos hacer. Surge del conocimiento honesto de nuestras capacidades y de la comprensión lúcida de los límites. Cuando entendemos bien dónde estamos y hacia dónde podemos avanzar, la confianza deja de ser un impulso irracional para convertirse en una fuerza que orienta nuestras decisiones. Creer en uno mismo no consiste en afirmar que todo es posible, sino en reconocer qué es posible para mí, aquí y ahora, con el esfuerzo que estoy dispuesto a asumir.

Medir con precisión las expectativas y los logros se convierte entonces en un arte. Si la meta está demasiado lejos, la frustración la devora antes de alcanzarla. Si es demasiado fácil, no genera crecimiento ni satisfacción. La autoconfianza se alimenta de una secuencia de pequeños éxitos reales, no de promesas grandilocuentes. Cada paso consolidado refuerza la percepción de eficacia y abre espacio para nuevas metas. No se trata de exigirse más de lo que uno puede, sino de calibrar con inteligencia el punto justo donde el desafío estimula sin desbordar.
Cuando una persona se inicia en la actividad física, este equilibrio cobra una relevancia especial. En esa etapa inicial las referencias son escasas y el cuerpo aún no responde como se espera. La autoconfianza y la autoeficacia percibida actúan entonces como motores invisibles. Si el individuo cree que puede mejorar, que cada intento tiene sentido, que el esfuerzo produce un resultado, la constancia se fortalece. Pero si desde el comienzo la mente se llena de comparaciones o de expectativas irreales, la experiencia se tiñe de desaliento. En los inicios, más que el rendimiento, importa la interpretación que hacemos de lo que somos capaces de hacer. La confianza se convierte en el primer músculo que hay que entrenar.
En la actividad física se evidencia con claridad esta dinámica. Quien confía en sus capacidades afronta el esfuerzo con serenidad, interpreta la fatiga como parte del proceso y aprende de sus fallos. En cambio, quien carece de confianza suele anticipar el fracaso antes incluso de empezar. Un pensamiento de duda se instala y erosiona la voluntad. El cuerpo obedece al mensaje de la mente y cuando creemos que no podemos, casi siempre dejamos de intentarlo. La diferencia entre completar una serie más o abandonar reside muchas veces en la historia interna que nos contamos.
Esa historia puede escribirse de muchas maneras. Podemos elegir pensamientos que nos acerquen o que nos alejen de nuestro propósito. Pensar “no sirvo para esto” clausura la posibilidad de mejorar; pensar “aún no lo consigo, pero estoy aprendiendo” abre una puerta. La autoconfianza se construye en ese diálogo silencioso con uno mismo, en la elección deliberada de un discurso que potencie en lugar de limitar. No es autoengaño, es dirección mental. Lo que decimos en nuestra mente moldea la disposición emocional y, por tanto, el comportamiento.
La psicología de la motivación ha explorado esta idea a través del concepto de autoeficacia percibida. No se trata solo de tener habilidades, sino de creer que somos capaces de utilizarlas con éxito. Dos personas con igual capacidad física pueden obtener resultados radicalmente distintos según la confianza que tengan en su competencia. Quien percibe que puede actuar de manera eficaz persevera más, tolera mejor la incomodidad y mantiene el foco en el progreso. Quien duda de su eficacia tiende a desistir ante el primer obstáculo. La autoeficacia, por tanto, no solo predice el rendimiento, también condiciona la experiencia emocional del esfuerzo.

El desafío está en encontrar el equilibrio entre confianza y lucidez. Una autoconfianza desmedida puede volverse arrogancia o temeridad. Una confianza escasa puede convertirse en resignación o pasividad. La medida adecuada no es fija, se ajusta con la experiencia, se moldea con la práctica y se renueva con cada logro verificado. En ese proceso, aprendemos a confiar no en el resultado, sino en la capacidad de avanzar, corregir y seguir intentándolo.
Cultivar la autoconfianza no es un acto de fe, es una elección sostenida de pensamiento y acción. Es mirarse con realismo y, aun así, decidir creer. Es medir con atención, aceptar los límites, celebrar los avances y mantener el compromiso con lo que uno puede llegar a ser. En última instancia, la autoconfianza no se hereda ni se improvisa: se construye en cada decisión que elegimos pensar bien.


