Moverse es vivir
- OSCAR PORTALES
- 29 oct
- 4 Min. de lectura
Desde que somos niños y niñas, el movimiento forma parte de nuestra manera natural de explorar el mundo. Correr, saltar, jugar y descubrir a través del cuerpo no solo fortalece los músculos, también moldea la mente y el carácter. Cuando esos hábitos se mantienen y evolucionan, la actividad física se convierte en un aliado silencioso que acompaña a lo largo de la vida. Según numerosos estudios, realizar ejercicio regularmente, puede reducir entre un 20 y un 40 por ciento el riesgo de morir antes de tiempo por enfermedades relacionadas con el estilo de vida, como las cardiovasculares, metabólicas o respiratorias, siempre que no existan factores inevitables como accidentes o enfermedades congénitas.

Crear desde la infancia una rutina de movimiento unida a una alimentación saludable es una inversión que trasciende generaciones. Los niños y niñas que crecen en entornos donde se fomenta el deporte y se promueven comidas equilibradas desarrollan una relación más consciente con su cuerpo y con la salud.
En este proceso, los referentes son esenciales. Ver a padres, madres, docentes o entrenadores disfrutar del ejercicio transmite un mensaje poderoso porque los pequeños aprenden más por lo que observan que por lo que se les dice, y si ven entusiasmo y constancia en la práctica deportiva, lo incorporarán como algo natural y positivo. Algo a considerar si no conseguimos orientar hacia la práctica de hábitos de vida saludable a los más pequeños de la casa, es pedir ayuda a profesionales bien cualificados.
Las personas que hacen ejercicio con regularidad no solo viven más, sino que viven mejor. El movimiento fortalece el corazón, mejora la circulación, regula el peso corporal y ayuda a mantener el equilibrio hormonal. Además, reduce el riesgo de enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, hipertensión y ciertos tipos de cáncer. A nivel mental, el ejercicio estimula la liberación de endorfinas que aportan bienestar, alivian la ansiedad y reducen los síntomas de la depresión. La actividad física regular actúa como medicina preventiva y emocional al mismo tiempo.
Conviene recordar que la regularidad es más importante que la intensidad. No se trata de realizar grandes esfuerzos puntuales, sino de mantener el cuerpo en movimiento de forma constante y adaptada a las posibilidades de cada persona. Actividades moderadas y sostenidas como caminar a paso ligero, nadar, montar en bicicleta o practicar yoga ofrecen beneficios profundos para la salud. La intensidad puede aumentar con el tiempo, pero siempre desde la escucha y el respeto hacia el propio cuerpo, porque la constancia es lo que realmente prolonga la vida y mejora la calidad de los años.
El sedentarismo genera una espiral de inactividad difícil de romper. Cuanto menos se mueve una persona, más se debilita su musculatura, se reduce su energía y aumenta la sensación de cansancio. Con el tiempo, esta falta de movimiento puede derivar en problemas metabólicos, cardiovasculares y osteoarticulares que limitan la calidad de vida. Incluso una caminata diaria, una sesión de estiramientos o un rato de baile en casa pueden marcar la diferencia.
La práctica deportiva y el cuidado de la alimentación están al alcance de una buena parte de la población. No siempre se necesitan recursos elevados ni instalaciones sofisticadas para moverse o comer mejor. Caminar por el vecindario, usar transporte público o elegir subir escaleras son formas sencillas de incorporar la actividad física al día a día. Del mismo modo, al elegir alimentos menos perjudiciales para la salud, ya estamos cuidando nuestro cuerpo en cierta medida. Cambiar refrescos por agua, reducir productos ultraprocesados y aumentar el consumo de frutas y verduras son decisiones pequeñas pero poderosas que transforman la salud a largo plazo.
También es importante perder la creencia de que no estamos hechos para el deporte o de que ya es tarde para comenzar. Cada cuerpo tiene su propio ritmo y sus posibilidades, y siempre existe una forma de moverse que se adapta a las circunstancias personales. Lo esencial es encontrar una actividad que motive y que se pueda mantener en el tiempo. El movimiento no es exclusivo de los jóvenes o los más atléticos, es un derecho y una necesidad de todos los cuerpos en todas las edades.

El ejercicio tiene además un componente social y emocional que muchas veces se pasa por alto. Participar en actividades deportivas, caminar con amigos o unirse a un grupo de yoga crea vínculos y sentido de comunidad. Estas conexiones fortalecen la salud mental y aportan apoyo emocional, factores directamente relacionados con una mayor longevidad. Envejecer de manera activa no implica competir, sino mantener viva la curiosidad por moverse y compartir. El afán competitivo a menudo deteriora más que beneficia a nuestras relaciones.
Vivir más tiempo no es solo una cuestión biológica, sino una elección diaria hecha de pequeños gestos. Levantarse del sofá, subir escaleras, salir a respirar aire fresco o preparar una comida casera son actos que, repetidos con intención, cambian la trayectoria de una vida. El cuerpo humano está hecho para moverse y cuando lo hace responde con fuerza, equilibrio y gratitud. Hacer deporte, cuidar la alimentación y mantener el hábito desde pequeños no son sacrificios, sino formas de celebrar la existencia. En ese simple acto de moverse con alegría y constancia reside una de las maneras más auténticas de alargar no solo los días, sino también la intensidad con la que los sentimos.


