La naturaleza de la calumnia
- OSCAR PORTALES
- 10 dic
- 3 Min. de lectura
Cuando una persona calumnia suele hacerlo movida por fuerzas que rara vez reconoce en sí misma. La calumnia no surge de la nada y tampoco aparece en quienes se sienten seguros o en paz con lo que son. Más bien nace en el territorio de la frustración, allí donde las expectativas chocan con la realidad y alguien descubre que no puede obtener de otro lo que desea. Ese choque deja un resquicio por donde se filtra la necesidad de recuperar una sensación de control. La palabra entonces se convierte en arma, aunque quien la empuña apenas perciba que su motivación proviene de un malestar propio y no del comportamiento ajeno.

La imposibilidad de influir en el otro suele herir el orgullo. Cuando una persona se encuentra con límites firmes o con un rechazo que no sabe elaborar, su ego reacciona con defensas que buscan evitar la incomodidad de sentirse vulnerable. Resulta más sencillo atribuirle defectos al otro que aceptar la propia herida. La calumnia ofrece una salida rápida. Permite construir un relato en el que el ofendido se presenta como víctima de un agravio que justifica su ataque. En ese relato la realidad se acomoda para encajar con el alivio que se persigue.
La rabia es un componente frecuente en estos procesos. Surge de la impotencia que deja la derrota. Algunas personas carecen de herramientas para gestionar ese sentimiento y lo transforman en un impulso destructivo que se dirige hacia quien consideran causa de su malestar. No buscan comprender ni reparar. Solo buscan expulsar la presión interna. La palabra dañina se convierte en una válvula de escape que sin embargo genera un eco que a la larga les devuelve más conflicto.
También interviene la envidia. No siempre es una emoción violenta. A veces aparece como un susurro que señala aquello que el otro tiene y que uno no puede conseguir. La independencia del otro, su capacidad para poner límites o incluso su tranquilidad pueden resultar irritantes para quien no logra alcanzarlas. La calumnia entonces aparece como intento simbólico de derribar al otro del pedestal donde se lo percibe, aunque ese pedestal exista solo en la mirada del agresor.
En entornos sociales la necesidad de validación agrava el problema. Una persona herida busca aliados que confirmen su versión y alivien la inquietud que siente. Hablar mal del otro se convierte en una manera de ganar simpatías. En muchos grupos la adhesión se construye a través de la oposición a un tercero y no a través de un sentimiento genuino de afinidad. El resultado es una cadena que se alimenta del rumor y donde la responsabilidad personal se diluye.

Existen, además, dinámicas más complejas. Algunas personas utilizan la calumnia como herramienta consciente para obtener control. No siempre actúan movidas por el dolor. A veces buscan dividir, desorientar o desgastar al otro. Estas estrategias aparecen en personalidades con rasgos manipuladores que entienden la información como un recurso de poder. Para ellas la reputación del otro es un territorio que puede moldearse según convenga.
En el fondo la calumnia revela una dificultad para tolerar la autonomía ajena. Cuando alguien dice no o traza un límite, quien desea imponer su voluntad experimenta ese límite como una amenaza. Es en ese punto donde la palabra se usa para reducir al otro y restarle legitimidad. Aunque parezca un ataque directo, la calumnia suele ser un espejo que devuelve la imagen de quien la emite, no de quien la recibe.
Pensar en estos mecanismos no busca justificar la difamación. Tampoco pretende ofrecer recetas simples. Invita más bien a observar cuánta fragilidad se oculta tras las palabras que dañan y cuánta responsabilidad implica no dejarse arrastrar por ese juego. Tal vez comprender los motivos no deshaga el daño pero puede abrir un espacio para la reflexión sobre la forma en que nos relacionamos con el poder, los límites y la verdad.



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