La máscara del Ego
- OSCAR PORTALES
- 22 sept
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 20 oct
El ego suele ser una voz silenciosa pero persistente que nos acompaña en cada instante. Es esa fuerza interna que nos hace creer que somos lo que poseemos, lo que proyectamos o lo que los demás piensan de nosotros. Se disfraza de identidad y nos convence de que nuestra valía depende de comparaciones, logros y reconocimientos. Sin embargo, al observarlo con atención descubrimos que el ego no es nuestra esencia sino una construcción que nos limita y nos aleja de lo auténtico.

En la vida social actúa como un director invisible que dicta cómo queremos ser percibidos. Nos impulsa a mostrar un personaje que encaje en los moldes establecidos y que genere admiración o respeto. Así sacrificamos espontaneidad para proteger una imagen que rara vez coincide con nuestra verdad interior. Este artificio levanta muros en las relaciones, pues en lugar de mostrarnos con sinceridad entregamos una máscara que oculta tanto nuestras fragilidades como nuestra verdadera luz.
Las consecuencias de vivir desde el ego se reflejan en nuestras conexiones humanas. Cuando el otro se convierte en espejo de nuestra necesidad de aprobación, lo usamos para alimentar nuestro reflejo en lugar de reconocerlo como un ser único y valioso. Surgen comparaciones, celos y competencia constante. El ego convierte las relaciones en escenarios de lucha donde se busca tener razón o destacar, y en ese proceso olvidamos que la verdadera riqueza está en el encuentro sincero y en la capacidad de ver en el otro una extensión de nuestra propia humanidad.
También distorsiona la relación con nosotros mismos. Nos hace creer que debemos alcanzar un ideal imposible para merecer paz o aceptación. Nos empuja a la insatisfacción perpetua y nos roba la posibilidad de vivir el presente. Bajo su influencia, cada instante se vuelve un medio para alcanzar algo más, como si la vida nunca fuera suficiente. Así nos condenamos a la carencia constante, olvidando que ya somos completos y que la plenitud se halla en el despertar interior.
El ego crece mientras lo alimentamos y su dominio se vuelve sutil. Pero llega un momento en que surge la necesidad de mirar hacia adentro y preguntarnos quién somos realmente. Ese instante de sinceridad profunda abre una grieta por donde se filtra la luz de la conciencia, recordándonos que nuestra esencia es más vasta que cualquier papel que interpretemos.
Superar al ego no implica eliminarlo, sino reconocerlo sin confundirlo con nuestra verdadera identidad. Cuando dejamos de identificarnos con su voz, la vida se vuelve más liviana y las relaciones más auténticas. Aparece la gratitud, la compasión y la capacidad de celebrar tanto lo que somos como lo que los demás representan.

La espiritualidad nos invita a observar el ego con serenidad y aceptarlo como un maestro incómodo que revela lo que aún no hemos aprendido. Cada vez que sentimos la urgencia de imponernos o aparentar, podemos detenernos y preguntarnos si lo que habla es nuestra esencia o el miedo disfrazado de orgullo. Este gesto de autoobservación abre la puerta a un despertar que transforma nuestra vida y nuestra manera de relacionarnos con el mundo.
Al final, el ego es una ilusión que nos mantiene en un sueño de separación. Creemos estar aislados, diferentes y en competencia, cuando en realidad compartimos una misma energía vital. Al trascender sus engaños descubrimos que no necesitamos demostrar nada para ser valiosos. Lo que somos en nuestra profundidad ya es suficiente, y al recordarlo se abre paso un amor más pleno y una paz que no depende de nada externo.
El viaje hacia la libertad interior comienza cuando decidimos cuestionar al ego y escuchar en su lugar la voz silenciosa de nuestra esencia. Solo entonces las máscaras caen, las relaciones se vuelven verdaderas y la vida recupera su sentido más puro.



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