Del olvido moral a la conciencia
- OSCAR PORTALES
- hace 7 días
- 3 Min. de lectura
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Del olvido moral a la conciencia
El ser humano siempre ha intentado comprender el mal, como si fuera algo ajeno a nosotros, distante y extraordinario. Sin embargo, gran parte de la maldad no se encuentra en gestos espectaculares ni en figuras monstruosas. Surge en lo cotidiano, en decisiones pequeñas, en silencios que aceptan injusticias, en la obediencia irreflexiva y en la indiferencia. A veces, sin darnos cuenta, cedemos nuestro pensamiento y nuestra conciencia, permitiendo que actos dañinos se repitan con normalidad.

Existe una maldad más silenciosa, que no se anuncia con gritos ni violencia, y que se manifiesta cuando renunciamos a nuestro propio juicio. No hace falta crueldad para que exista. Basta con seguir la corriente, cumplir normas sin cuestionarlas o aceptar lo que otros dicen que es correcto. Es en esa entrega del pensamiento donde el mal se vuelve cotidiano y sorprendentemente banal.
Pensar siempre exige un esfuerzo. Es detenerse cuando todos avanzan, es dudar cuando lo más fácil sería aceptar. Quien piensa corre el riesgo de quedar solo, de ser señalado o de enfrentarse a su propia conciencia. Por eso, muchas veces, preferimos el alivio de no cuestionar nada. Nos convencemos de que es mejor obedecer que decidir, cumplir que reflexionar. Pero en esa comodidad, el pensamiento se apaga y con él también la responsabilidad moral.
La renuncia al juicio propio tiene algo de abandono interior. Es como si el individuo entregara su brújula a otro, confiando en que el camino trazado será el correcto. A partir de ese momento, deja de ser protagonista de sus actos. Puede cometer injusticias, repetir mentiras o contribuir al daño colectivo sin sentir que le pertenecen. Basta pensar en un empleado que, día tras día, aplica políticas que perjudican a otros sin cuestionarlas, convencido de que “solo cumple órdenes”.
Lo que parece rutina laboral puede convertirse en un daño real, sostenido por la indiferencia y la obediencia, un ejemplo silencioso de cómo la banalidad del mal se infiltra en lo cotidiano. Con el tiempo, acostumbrarnos a estas pequeñas injusticias puede debilitarnos y hacernos menos humanos, pues la indiferencia prolongada erosiona la empatía y la capacidad de reconocer al otro como alguien digno de consideración.
No siempre es una elección consciente. A veces es el resultado de una vida que corre demasiado rápido, de una sociedad que premia la eficiencia antes que la reflexión. Pensar requiere tiempo, y el tiempo se ha vuelto un lujo. Así, las decisiones se vuelven automáticas, las opiniones se repiten como ecos, y la empatía se diluye. Nadie se siente responsable porque todos se sienten parte de un engranaje mayor. Pero la suma de esas pequeñas renuncias construye un mundo donde la indiferencia parece natural.
Hay una gran paradoja en este tipo de maldad. Nace del deseo de evitar el conflicto, de adaptarse, de no hacer daño. Sin embargo, esa pasividad termina sosteniendo estructuras injustas, permite abusos, normaliza la crueldad. Lo que empieza como obediencia se transforma en complicidad. Y lo que se creía neutral se convierte en un modo de hacer daño sin quererlo.

Recuperar el juicio propio no es un gesto heroico, pero sí un acto de lucidez. Significa aprender a detenerse y a mirar con atención, incluso cuando el entorno empuja en otra dirección. Significa asumir que cada acción, por pequeña que sea, deja una huella moral. Pensar es volver a apropiarse de la propia vida, de los propios actos, de la posibilidad de decir no.
La maldad que nace de la renuncia del juicio propio no se combate con más reglas ni con discursos morales. Se enfrenta con pensamiento, con conciencia, con ese ejercicio silencioso de mirar el mundo y preguntarse si lo que hacemos tiene sentido. Pensar no garantiza que siempre acertemos, pero impide que actuemos como si no importara, llegando a banalizar cualquier tipo de maldad.



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