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La contención de lo humano

  • Foto del escritor: OSCAR PORTALES
    OSCAR PORTALES
  • hace 3 días
  • 3 Min. de lectura

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La contención de lo humano

El ser humano nace con una pulsión contradictoria. Anhela la libertad, pero sin límites se desorienta. Lo prueba desde la infancia, cuando un niño busca constantemente el borde de lo permitido para comprender el mundo. La norma, aunque le incomode, se convierte en un espejo que le revela su lugar en el tejido social. Allí donde no hay contención, emerge la angustia. No se trata de una restricción arbitraria, sino de una necesidad profunda de orientación. El límite no solo frena, también define.

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Desde una perspectiva psicológica, el límite cumple una función estructurante. Freud lo intuyó al describir la tensión entre el principio del placer y el principio de realidad. El ser humano desea satisfacer sus impulsos de manera inmediata, pero la convivencia exige postergación y autocontrol. Esa tensión funda la civilización. Sin una frontera que regule el deseo, el individuo se diluye en la pulsión. El límite permite transformar la energía instintiva en acción simbólica, en lenguaje, en cultura. La ley interna, que primero impone la figura paterna y luego la sociedad, no reprime sin más, sino que modela. Da forma al caos interior.


En el plano social, los límites son el cemento invisible que mantiene cohesionada la comunidad. Toda organización humana requiere reglas, porque la convivencia implica inevitablemente el roce entre libertades. La historia de las leyes nace de esa fricción. En las antiguas civilizaciones, el código de Hammurabi o la Ley de las XII Tablas en Roma intentaron ordenar lo que de otro modo sería violencia dispersa. La ley se erige entonces como un contrato tácito que protege a cada individuo de los excesos del otro. Representa el reconocimiento de que nadie puede ser juez absoluto de sí mismo.


Sin embargo, el hombre mantiene una relación ambigua con las leyes. Las necesita y a la vez las rechaza. Las acata por temor a la sanción, pero en lo profundo experimenta su peso como una invasión de la libertad. El conflicto nace de su dualidad esencial. Quiere ser libre y protegido a la vez. Desea autonomía, pero teme el vacío que esta puede generar. Por eso las leyes, aunque necesarias, siempre despiertan resistencia. En ellas el individuo proyecta su lucha interna con la autoridad y el deseo.


El problema aparece cuando el límite externo no se asimila como interno. Una sociedad madura no se mide solo por la rigidez de sus leyes, sino por la capacidad de sus miembros de incorporarlas a su conciencia moral. Sin esa interiorización, el respeto se vuelve mera obediencia y la ley se transforma en imposición. La historia está llena de ejemplos en los que el exceso de norma ha producido rebelión, y su ausencia, caos. El equilibrio es siempre frágil.

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El ser humano no puede legislarse por sí mismo porque su subjetividad está teñida por el deseo y la emoción. La razón no basta para contener las fuerzas inconscientes que lo atraviesan. Incluso el individuo más racional actúa movido por impulsos que desconoce. La ley, entonces, aparece como una instancia externa que introduce un punto de objetividad, aunque imperfecta. No se trata de que el hombre no entienda el bien, sino de que su visión del bien se ve deformada por su interés personal. La norma común intenta nivelar esas distorsiones.

Vivir dentro de los límites no es una derrota de la libertad, sino su condición. Solo cuando se acepta la frontera, la libertad adquiere sentido. El límite no anula el deseo, lo orienta. Es posible que la ley no sea más que un reflejo colectivo de esa estructura interna que cada uno lleva en su inconsciente. Y quizá el conflicto del hombre con la norma no sea otra cosa que el eco de su propia batalla por comprenderse. Porque en el fondo, aceptar los límites es aceptar también la complejidad de ser humano.

 
 
 

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