El peso íntimo de cada gesto
- OSCAR PORTALES
- 19 nov
- 3 Min. de lectura
¿Quieres escuchar música mientras lees este artículo?
El peso íntimo de cada gesto
A menudo creemos que el valor de nuestras acciones reside en lo que producen afuera. Pensamos que un acto habla por sí mismo y que su impacto visible basta para entenderlo. Sin embargo, cuando lo miramos con más detenimiento descubrimos que lo verdaderamente decisivo ocurre en nuestro interior. No es la acción la que nace positiva o negativa. Somos nosotros quienes le otorgamos ese matiz al interpretarla desde nuestra historia emocional, nuestras expectativas y la manera en que deseamos reconocernos. Cada gesto se vuelve así un espejo que refleja algo de nuestro mundo interno, incluso cuando desde fuera parece simple o evidente.

Cuando realizamos algo que interpretamos como positivo la sensación no proviene necesariamente de la acción en sí, sino de la coherencia íntima que sentimos. Puede que ese gesto responda a un valor propio que queremos mantener vivo. Puede que confirme una intuición que necesitábamos escuchar. Lo significativo es la sintonía que aparece entre lo que hacemos y lo que deseamos ser, una sintonía que nos acompaña como una forma de claridad serena. A veces basta un pequeño acto para despertarla y para que esa nota interior se vuelva más importante que cualquier validación externa.
En cambio, cuando vivimos un acto como negativo tampoco se debe solo a su contenido. La sensación nace de la lectura que hacemos de nosotros mismos mientras actuamos. Quizá sentimos que no estuvimos presentes o que nos movió la inseguridad. Tal vez esperábamos una respuesta diferente de nuestro propio carácter y la distancia con esa expectativa nos deja un malestar difícil de nombrar. Lo que inquieta no es la acción aislada, sino el modo en que entra en fricción con nuestra autoimagen. Esta negatividad, que no siempre coincide con juicios ajenos, puede convertirse en un llamado a revisar las tensiones internas que con frecuencia no vemos en el momento de actuar.
Entre ambos extremos aparece una zona amplia donde lo positivo y lo negativo se entrelazan. La mayoría de nuestras experiencias pertenecen a ese territorio mixto. Podemos sentir satisfacción por un paso dado y, al mismo tiempo, percibir una sombra de duda. Podemos actuar desde un impulso necesario y descubrir después una incomodidad que no habíamos anticipado. Esta ambivalencia no indica conflicto mal resuelto, sino la riqueza de nuestra vida emocional. Somos seres atravesados por múltiples fuerzas que rara vez se alinean de manera perfecta. En esa mezcla se revelan matices que nos permiten comprendernos con mayor honestidad.
La interpretación interna de nuestras acciones no termina en nosotros. También moldea nuestro modo de relacionarnos. La forma en que vivimos nuestros propios gestos influye en las personas con quienes deseamos estar y en los vínculos que nos resultan más naturales. Cuando un acto nos deja una sensación de coherencia solemos sentirnos más abiertos a quienes despiertan en nosotros ese mismo efecto. Buscamos compañías con las que podamos sostener esa claridad, personas frente a las que no necesitamos ajustar nuestro modo de ser. En cambio, cuando una acción nos deja una huella incómoda puede volverse más evidente qué relaciones intensifican esa sensación y cuáles la alivian. No se trata de culpar a nadie. Se trata de comprobar que la manera en que interpretamos nuestros actos influye silenciosamente en el mapa afectivo que construimos.

Con el tiempo, estas interpretaciones internas van modelando el tipo de vínculos que cultivamos. Nos inclinamos hacia quienes nos permiten habitar nuestras acciones con menos tensión. Nos alejamos de espacios donde sentimos que constantemente debemos corregirnos o justificar lo que hacemos. A través de este proceso, muchas decisiones sociales que parecen espontáneas responden en realidad a ese diálogo íntimo que mantenemos con nuestras propias experiencias.
Mirar nuestras acciones desde este ángulo no busca convertirnos en jueces severos ni en espectadores pasivos. Más bien invita a reconocer que cada gesto tiene una vida interior que condiciona la forma en que nos relacionamos con el mundo y con quienes lo comparten con nosotros. Allí, en ese territorio personal que nunca deja de moverse, descubrimos que actuar es también una manera de aprender a estar acompañados y de elegir, con más suavidad y más verdad, el espacio humano en el que deseamos habitar.



Comentarios