El ladrón de la alegría
- OSCAR PORTALES
- 13 nov
- 3 Min. de lectura
La comparación es una vieja compañera del ser humano. Ha estado presente mucho antes de que existieran los escaparates del éxito o los aplausos visibles. Nació en la mirada, en ese impulso casi instintivo de reconocerse frente a otro. Desde entonces, acompaña nuestros días como una sombra discreta que mide, contrasta, evalúa. A veces parece una guía que orienta el crecimiento, pero con frecuencia se transforma en un ladrón sutil que se lleva lo que más vale, la alegría de ser uno mismo.

Compararse no es, en sí, un acto negativo. En su origen, responde al deseo de comprender el entorno, de aprender por referencia. Los primeros seres humanos observaron a otros para descubrir cómo sobrevivir, cómo mejorar una herramienta, cómo convivir. La comparación fue entonces maestra. Sin embargo, con el paso del tiempo perdió su carácter constructivo y comenzó a instalarse en lo más íntimo del juicio personal. Lo que antes servía para avanzar, ahora muchas veces paraliza.
Cuando la comparación se asienta en el alma, deja de ser observación para convertirse en medida. Ya no buscamos aprender, sino confirmar que valemos lo suficiente. En ese tránsito silencioso se erosiona la paz interior. El otro deja de ser un igual y se convierte en un espejo distorsionado que devuelve una imagen incompleta de nosotros mismos. Así, sin proponérnoslo, la comparación nos desconecta de lo que somos y nos ata a la ilusión de lo que deberíamos ser.
En la historia, las sociedades han cultivado esta tendencia de diversas formas. Desde las jerarquías antiguas hasta los ideales de perfección modernos, siempre ha existido un patrón con el cual medirse. La belleza, la riqueza, la inteligencia, la virtud moral, todo ha servido de parámetro. Sin embargo, ningún modelo ha logrado satisfacer al individuo que se compara, porque el acto mismo de compararse implica una renuncia a la singularidad. Mientras miramos hacia afuera en busca de validación, olvidamos la riqueza irrepetible que habita dentro.
La comparación no solo nos roba alegría, también nos roba presencia. Nos distrae del momento que vivimos y nos empuja hacia un futuro imaginario donde, supuestamente, seremos más. Pero ese “más” nunca llega. Siempre habrá alguien con otro talento, otra historia, otro destino. La búsqueda de igualdad con lo ajeno es una carrera sin meta. En cambio, la atención a lo propio abre un espacio de quietud donde la alegría puede arraigar sin depender de la medida externa.
Hay, sin embargo, una forma sana de compararse.
Cuando lo hacemos con humildad y apertura, la comparación puede despertar admiración en lugar de envidia. Puede recordarnos que el ser humano está hecho de posibilidades compartidas. Lo valioso no es copiar al otro, sino dejarse inspirar por lo que su existencia revela. En ese sentido, compararse con sabiduría puede conducir a la gratitud, no a la carencia. Pero requiere una mirada madura, capaz de reconocer la diferencia sin convertirla en amenaza.

El ladrón de la alegría no entra con violencia. Se infiltra en pensamientos cotidianos, en gestos mínimos de insatisfacción. A veces basta una idea fugaz de que podríamos haber hecho más, o de que alguien lo hace mejor, para que la plenitud se disuelva. Recuperarla implica un ejercicio constante de consciencia, una decisión de mirar con benevolencia el propio camino.
Cada vida tiene su propio compás. Pretender sincronizarlo con el de otro es ignorar la música que nos pertenece. Tal vez la comparación sea inevitable, pero no tiene por qué ser tirana. Podemos mirarla con distancia, reconocer su presencia y seguir adelante sin entregarle el control. Allí donde termina la comparación comienza la serenidad, y con ella, la posibilidad de disfrutar lo que somos sin restarle valor frente a nada. Esa libertad, silenciosa y profunda, es el lugar donde la alegría vuelve a respirar.



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