El difícil arte de conectar
- OSCAR PORTALES
- 5 oct
- 3 Min. de lectura
A medida que pasan los años, las amistades parecen volverse un terreno más difícil de cultivar. De niños bastaba compartir un juguete o una risa para sentir que habíamos encontrado a un compañero inseparable. Con el tiempo, sin embargo, las raíces que sostienen una relación se vuelven más profundas y también más exigentes. Cada quien ha trazado su mapa vital, con sus costumbres, manías y prioridades. Entrar en la vida del otro exige un equilibrio delicado entre la afinidad y el respeto, una danza que no siempre sabemos bailar.

La madurez nos vuelve más conscientes de lo que queremos y también de lo que no toleramos. Ya no buscamos compañía por llenar un vacío, sino por compartir una visión o un modo de estar en el mundo. Esa lucidez, que podría ser una ventaja, se convierte muchas veces en obstáculo. Esperamos que el otro encaje en nuestro ritmo, que piense como nosotros, que se interese por lo mismo. Y cuando no lo hace, la decepción se cuela silenciosa, disfrazada de juicio o de desdén. En el fondo no soportamos que el otro no baile a nuestro compás. Queremos conexión, pero sin renunciar al control.
Esa tensión invisible es la que suele minar los comienzos de una amistad. Las primeras conversaciones fluyen con entusiasmo, pero pronto surgen las pequeñas diferencias. Alguien opina distinto, se muestra más reservado o no responde a los mensajes con la frecuencia esperada. Lo que podría aceptarse como una simple diversidad de temperamentos se transforma en una ofensa personal. La madurez, paradójicamente, nos hace menos tolerantes. Nos hemos acostumbrado a vivir con nuestras certezas, y cualquier roce con lo ajeno nos resulta incómodo.
A menudo las fricciones nacen de una competencia velada. Cuando vemos en el otro una vida más libre, un empleo mejor o una relación más sólida, se despierta una punzada de envidia. No lo admitimos, pero empezamos a medirnos. Las comparaciones sustituyen al disfrute genuino. Queremos ser queridos, sí, pero también admirados, incluso un poco temidos. Así se instala una dinámica de pequeñas provocaciones: gestos que buscan dejar claro quién lleva la ventaja. Y en ese juego de egos la amistad, que requiere vulnerabilidad y confianza, termina marchitándose.
No es que las personas adultas hayan perdido la capacidad de conectar, sino que el contexto ha cambiado. El tiempo se ha vuelto un bien escaso, los compromisos familiares y laborales absorben la energía, y el espacio emocional disponible se reduce. Con frecuencia, antes de acercarnos a alguien ya calculamos si “vale la pena”, si habrá reciprocidad, si no nos generará conflictos. Nos acercamos con cautela, y esa prudencia, que protege del desengaño, también impide la espontaneidad. La amistad necesita cierto grado de abandono, una fe provisional en el otro, algo que la vida adulta ha ido erosionando.
Quizá el secreto esté en aceptar que las amistades, igual que las personas, no deben ajustarse a una medida ideal. No todos los vínculos están hechos para durar décadas ni para compartirlo todo. A veces basta una complicidad puntual, una conversación que ilumine una etapa. Pretender moldear al otro según nuestros deseos solo conduce al desgaste. La verdadera cercanía surge cuando renunciamos a la expectativa de controlar, cuando dejamos espacio para que el otro sea distinto y aun así querible.

Cultivar una amistad madura implica aprender a no exigir, a no medir, a no dramatizar. Implica también reconocer que no somos el centro de la historia del otro. Las relaciones adultas que prosperan lo hacen porque ambas partes se permiten respirar, porque el afecto no se convierte en deuda ni en examen. En un mundo que premia la autosuficiencia, conservar la capacidad de abrirse al otro es un acto casi subversivo.
Quizá por eso cuesta tanto que cuajen nuevas amistades: porque, sin darnos cuenta, hemos confundido la independencia con el aislamiento. Nos hemos protegido tanto del rechazo que ya casi no dejamos entrar a nadie. Y sin embargo, cuando una nueva amistad logra abrirse paso, suele hacerlo con una intensidad inesperada. Es un recordatorio de que, pese a los años, seguimos necesitando espejos donde reconocernos y presencias que nos devuelvan la alegría de compartir lo que somos, sin pretender que nadie baile a nuestro son.



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