Protección vs sobreprotección
- OSCAR PORTALES
- 4 nov
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Proteger a un hijo o a una hija, es una de las tareas más delicadas que existen. Criar no significa solo cuidar, también implica soltar poco a poco, confiar en el proceso y aprender a acompañar sin invadir. Desde la infancia hasta la adolescencia, esa tarea cambia de forma, pero conserva el mismo propósito: ayudar a crecer con seguridad, sin apagar la curiosidad ni el deseo de ser uno mismo (Erikson, 1950).

En la infancia, muchos adultos sienten la presión de demostrar que sus hijos avanzan más rápido que los demás. En parques, colegios o redes sociales parece librarse una carrera silenciosa por ver quién tiene a la niña o al niño más autónomo o más maduro. Sin embargo, la verdadera autonomía no se mide en lo que el niño hace solo, sino en la tranquilidad con la que puede equivocarse sabiendo que hay alguien dispuesto a sostenerlo (Zhou et al., 2021). Cuando se exige demasiado pronto, se confunde el desarrollo con la competencia, y se pierde el respeto por el ritmo natural del crecimiento (Piaget, 1952).
Es importante tener presente que los términos protección y sobreprotección no son simples etiquetas usadas al azar, sino conceptos profundamente estudiados por la psicología del desarrollo. Reflejan cómo los adultos influyen en la autonomía, la resiliencia y la construcción de la seguridad emocional de los niños, niñas y adolescentes (Gervasi et al., 2024).
A menudo escuchamos consejos o afirmaciones sobre estos términos que parecen evidentes, pero carecen de respaldo científico y pueden resultar incluso perjudiciales si se aplican sin criterio. Comprender los conceptos de protección y sobreprotección desde la perspectiva psicológica no es solo una recomendación, sino un requisito para acompañar a los hijos con responsabilidad, distinguir entre cuidado saludable y exceso que limita el desarrollo y evitar errores motivados por opiniones superficiales.
Cada etapa tiene su tiempo y su sentido. La psicología del desarrollo lo recuerda con claridad. Forzar aprendizajes o responsabilidades antes de que un niño esté preparado no lo fortalece, lo fragiliza. Puede parecer que gana habilidades, pero en realidad pierde confianza. A veces incluso se le pone en riesgo, porque aún no tiene la madurez emocional o cognitiva para manejar ciertas situaciones (Piaget, 1952). La infancia necesita espacio, juego y tiempo. No hay que tener prisa, porque apresurar el crecimiento es una forma sutil de negarlo.
También sucede lo contrario. El miedo a que los hijos e hijas sufran puede convertir la protección en sobreprotección. Se les evita el error, se resuelven sus conflictos antes de que puedan hacerlo por sí mismos, se les impide frustrarse. Pero los niños y niñas necesitan sentir que los adultos confían en su capacidad de afrontar pequeñas dificultades. Solo así aprenden a sostenerse. Caer y levantarse, incluso en lo simbólico, es una experiencia que fortalece (Gervasi et al., 2024).
En la adolescencia, el equilibrio se vuelve más complejo. Ya no se trata solo de cuidar, sino de acompañar el vuelo. Muchos padres confunden independencia con ausencia y piensan que, si su hijo o hija ya no los necesita, han hecho bien su trabajo. Otros, por miedo, controlan en exceso. En ambos casos el adolescente se siente solo, bien porque nadie lo mira, bien porque lo miran demasiado. Detrás de la apariencia de seguridad, muchos jóvenes esconden dudas y una necesidad profunda de saber que hay alguien que los escucha sin juzgar (Steinberg, 2017).
El cerebro adolescente sigue madurando hasta bien entrada la veintena. Por eso aún están aprendiendo a regular sus emociones, a planificar y a medir las consecuencias de sus actos. Sin embargo, la sociedad les exige certezas y decisiones adultas cuando todavía están construyendo su identidad (Zhou et al., 2021). La adolescencia no es una antesala de la madurez, es una etapa con valor propio, un tiempo para ensayar la libertad y descubrir quién se es (Steinberg, 2017).

En España, los padres, madres y tutores o tutoras siguen siendo responsables legal y moralmente del bienestar de sus hijos e hijas hasta los 18 años. Aunque a partir de los 16 los adolescentes ganen autonomía en algunas decisiones, siguen necesitando presencia adulta, no para que decidan por ellos, sino para que los acompañen en su proceso de aprender a decidir. Desentenderse con la idea de que “ya saben lo que hacen” es una forma silenciosa de abandono (Erikson, 1950).
Educar es un acto de fe en el tiempo. No hay fórmulas ni atajos. Proteger no significa impedir el error, sino asegurarse de que el error no destruya. Acompañar no es controlar, es estar disponible. Cada etapa, la infancia y la adolescencia, reclama una mirada distinta pero un mismo compromiso: amar sin prisa, confiar sin miedo. Tal vez el reto más grande no sea criar hijos perfectos, sino enseñarles que siempre habrá un adulto cerca que los sostenga cuando necesiten volver a mirar atrás (Winnicott, 1957).
Referencias sugeridas
Piaget, J. El nacimiento de la inteligencia en el niño (1952).
Erikson, E. H. Infancia y sociedad (1950).
Steinberg, L. Adolescence (2017).
Winnicott, D. W. El niño y el mundo externo (1957).
Gervasi, A. M., et al. Longitudinal linkages between parental overprotection and children’s anxiety (2024).
Zhou, M., et al. Autonomy‑related parenting profiles and their effects on adolescents’ academic and psychological development (2021).


