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Mirar adentro

  • Foto del escritor: OSCAR PORTALES
    OSCAR PORTALES
  • 21 nov
  • 3 Min. de lectura

La adolescencia suele vivirse como un territorio en movimiento, donde nada permanece quieto por mucho tiempo. Lo que ayer parecía seguro hoy se desvanece ante nuevas preguntas. En ese vaivén constante, las emociones se vuelven brújulas inciertas que oscilan entre la euforia y la melancolía. Cada sensación cobra una intensidad que desconcierta, porque el mundo se percibe más grande, más complejo, más exigente. Comprender esa marea interior implica detenerse a mirar no solo lo que sucede fuera, sino lo que resuena dentro.

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En medio de ese torbellino sentimental, los adolescentes buscan un lugar donde reconocerse. No quieren explicaciones prefabricadas, sino un espacio donde puedan respirar sin la presión de encajar. Las comparaciones, los juicios y las expectativas a menudo los alejan de sí mismos. La mirada ajena se convierte en un espejo deformante, y lo que debería ser un proceso natural de descubrimiento se transforma en una carrera hacia una imagen imposible. Tal vez por eso, más allá de los filtros y las apariencias, muchos buscan el consuelo de quienes los escuchan sin prisa, sin conclusiones inmediatas.


La vida interior de un joven tiene una profundidad que a veces pasa inadvertida. Detrás de cada gesto impulsivo hay una reflexión silenciosa, un deseo de entender el sentido de lo que se siente. Los adultos suelen olvidar que el aprendizaje emocional también requiere ensayo y error. En ese recorrido, el adolescente no necesita certezas, sino acompañamiento. La calma con la que se le observa puede convertirse en un ancla frente a su propio desasosiego. La confianza se cultiva, no se impone, y florece cuando se le permite equivocarse sin perder el valor.


Los pensamientos en esta etapa son como páginas en blanco llenas de garabatos y borradores. Se dibujan ideales, se rompen esquemas, se busca la coherencia entre lo que se piensa y lo que se siente. Las dudas no son un signo de debilidad, sino una forma de crecimiento. Cuando se acoge la incertidumbre como parte natural del camino, aparecen nuevas formas de conocerse. Cada emoción, incluso las más turbias, ofrece una clave para entender la propia historia.


También es importante reconocer la influencia del entorno. Un círculo de aceptación y respeto puede convertirse en un refugio invisible pero esencial. En cambio, los ambientes de crítica o desdén erosionan lentamente la confianza en uno mismo. Las palabras que se pronuncian delante de los jóvenes pesan más de lo que parece. Una frase talentosa puede encender luz en medio del caos, mientras que una burla puede minar la autoestima con la fuerza del silencio. Cuidar lo que se dice y cómo se mira al otro es un acto que humaniza tanto al que lo brinda como al que lo recibe.


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El mundo digital añade un capítulo decisivo a esta historia. Allí los adolescentes buscan compañía, sentido de pertenencia, validación. Pero también encuentran ruido, exceso, desgaste. Aprender a discernir qué nutre y qué vacía la mente es una habilidad que se conquista con el tiempo. Tal vez el verdadero equilibrio consiste en saber volver al propio centro cuando el exterior se vuelve confuso. Ese regreso interior no siempre es sencillo, pero es ahí donde se gesta la serenidad.


Pensar en el bienestar emocional de los jóvenes implica mirar más allá de los comportamientos visibles. Lo esencial ocurre en ese espacio íntimo donde las emociones buscan nombre y lugar. Cada generación tiene su fragilidad y su fuerza, pero la adolescencia conserva algo universal: el deseo de entenderse, de sentirse íntegro en medio de lo incierto. Quizás acompañe esa búsqueda sea la forma más profunda de educar. No para moldear, sino para invitar a descubrir, con paciencia y ternura, quién se está llegando a ser.

 
 
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