El dilema: dar o proteger
- OSCAR PORTALES
- 4 nov
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Los teléfonos móviles se han vuelto una presencia silenciosa pero constante en la vida de los niños, niñas y adolescentes, acompañando cada gesto y decisión cotidiana. En esas edades, cuando la identidad aún se construye y el cerebro se encuentra en pleno desarrollo, esta presencia adquiere una dimensión particularmente delicada. No se trata de condenar la tecnología, sino de reflexionar sobre cómo la exposición temprana a un mundo digital infinito afecta la maduración emocional y cognitiva.

El psicólogo clínico Francisco Villar ha advertido en diversas entrevistas que los móviles inteligentes no deberían entregarse antes de los 16 años, ya que antes de esa edad la corteza prefrontal, responsable de la planificación, el control de impulsos y la toma de decisiones, aún está en desarrollo. Los adolescentes tienden a priorizar recompensas inmediatas frente a consecuencias a largo plazo. Las interacciones a través del móvil activan circuitos de dopamina que refuerzan la gratificación rápida, dificultando la regulación emocional y la tolerancia a la frustración. Los jóvenes que reciben un móvil demasiado pronto pueden experimentar ansiedad, irritabilidad y una sobrecarga emocional que a veces se traduce en conflictos internos difíciles de gestionar.
La adolescencia siempre ha sido un tiempo de espejos y de búsqueda de identidad, pero hoy esos espejos se multiplican hasta el vértigo. Las redes sociales muestran vidas editadas, imágenes de perfección que no existen, y esa exposición constante puede alterar la percepción de sí mismo. La autoestima, frágil por naturaleza, se ve amenazada por la validación externa y la presión del grupo. A esto se suma el ciberbullying, que encuentra en la rapidez y el anonimato del entorno digital un terreno fértil. Las agresiones virtuales dejan cicatrices invisibles que interfieren en la construcción de la identidad y en la capacidad de relacionarse con confianza y seguridad.
Muchos niños y niñas solicitan móviles para no quedarse fuera de su grupo social, y los padres acceden para evitar conflictos o aislamiento. Dar un teléfono para satisfacer esta demanda puede generar la ilusión de protección, pero expone a los niños y niñas a riesgos que aún no saben manejar. Desde el punto de vista del bienestar psicológico, lo más recomendable es esperar hasta que el niño esté preparado, permitiéndole crecer emocionalmente y desarrollar herramientas para gestionar la sobreexposición, la presión social y los conflictos que surgen en el mundo virtual. De este modo, se protege la maduración del cerebro y la capacidad de manejar emociones, frustraciones y relaciones de forma equilibrada.
La paradoja es inquietante. Nunca los jóvenes han estado tan conectados y, al mismo tiempo, tan solos. La comunicación cara a cara pierde terreno frente a los mensajes fragmentados y rápidos. La paciencia se diluye y la escucha se vuelve escasa. El móvil, que promete unión, puede erosionar el vínculo real. Es frecuente ver a grupos de adolescentes juntos, cada uno encerrado en su pantalla, como si la presencia física no fuera suficiente para sostener la relación.

El uso temprano de los dispositivos altera los patrones de sueño, disminuye la capacidad de atención sostenida y fomenta la búsqueda constante de gratificación inmediata. La mente adolescente necesita espacios de silencio, espera y contemplación para aprender a regular emociones, desarrollar resiliencia y construir un sentido sólido de sí mismo. Sin esos espacios, la maduración emocional se ve comprometida, y los desafíos del mundo real resultan más difíciles de afrontar.
No se trata de demonizar la tecnología, sino de reconocer que cada etapa del desarrollo humano tiene su propio ritmo. Dar un dispositivo sin acompañamiento ni límites es como entregar un coche sin frenos a alguien que aún no sabe conducir. Reflexionar sobre esto no busca negar los avances ni volver al pasado, sino pensar en la humanidad que deseamos cultivar. La madurez consiste en aprender a convivir con la tecnología sin perder la capacidad de mirar, escuchar y sentir más allá de la pantalla, conscientes de que proteger a los niños y niñas también implica enseñarles a protegerse a sí mismos en un mundo digital que los absorbe desde muy temprano.


