top of page
Buscar

La peor generación de la historia

  • Foto del escritor: OSCAR PORTALES
    OSCAR PORTALES
  • 2 oct
  • 3 Min. de lectura

Cada vez que una generación se hace adulta parece repetir el mismo diagnóstico. Los jóvenes de ahora son irrespetuosos, perezosos, están distraídos, no valoran nada. El lamento se repite como una melodía antigua, aunque cambien los instrumentos. La prueba más clara está en la célebre frase atribuida a Sócrates, quien ya en el siglo V antes de Cristo aseguraba que los adolescentes no respetaban a sus mayores y vivían centrados en sí mismos. Desde entonces han pasado más de dos milenios, decenas de imperios, revoluciones tecnológicas y cambios sociales profundos, pero la crítica hacia la juventud ha permanecido intacta.

ree

Sócrates no fue el único. Hesíodo, mucho antes, escribió que los hijos ya no respetaban a sus padres y que aquello era señal de decadencia. Cicerón se quejaba de que los jóvenes romanos despreciaban las tradiciones y sólo pensaban en placeres. Incluso en el siglo XIX muchos adultos aseguraban que la lectura de novelas ligeras estaba arruinando a la juventud, incapaz de concentrarse en cosas “serias”. Aquella preocupación no suena tan distinta de las quejas actuales sobre adolescentes que parecen obsesionados con series, videojuegos o música urbana. En todas las épocas los reproches han compartido un tono apocalíptico, como si la nueva generación fuera a poner en riesgo la continuidad de la civilización.


La raíz de este fenómeno es compleja, pero hay un elemento clave. Nuestra memoria de la adolescencia está profundamente distorsionada por el paso del tiempo. Muchos adultos recuerdan esa etapa como un periodo en el que ya eran responsables y maduros, pero olvidan la rebeldía, los errores o los conflictos con la autoridad. La mente tiende a seleccionar recuerdos y a suavizar los más incómodos, lo que crea un espejismo: creemos que nuestra adolescencia fue ejemplar y que la de los jóvenes actuales es caótica. Sin embargo, lo que vemos es un reflejo incompleto de nuestro propio pasado.


Los adolescentes de hoy no son peores que los de antes, simplemente afrontan retos distintos. Si parecen demasiado centrados en la inmediatez, conviene recordar que viven expuestos a un flujo de estímulos sin precedentes. Si parecen poco comprometidos, basta con observar su capacidad de movilización en cuestiones como la defensa del planeta o la igualdad para comprobar que tienen un fuerte sentido de comunidad. Juzgarles con la vara de otra época es injusto y, sobre todo, poco útil.


Comprender no significa dar carta blanca a cualquier conducta, pero sí acompañar con empatía. En ese acompañamiento resulta valioso el aprendizaje sobre el funcionamiento del ser humano. Hoy sabemos, por ejemplo, que el cerebro adolescente atraviesa una fase de búsqueda de riesgo y novedad que responde a un proceso natural de maduración, no a una voluntad caprichosa. Sabemos también que la necesidad de pertenencia al grupo es un motor poderoso de conducta, y que muchas actitudes no nacen de la rebeldía, sino del deseo de integración. Esta mirada científica, que Sócrates no pudo tener, nos permite acercarnos a los jóvenes con más herramientas y menos prejuicios.


Cuando los adultos se aproximan a los adolescentes desde la curiosidad y no desde la condena, algo cambia. Los jóvenes comparten sus inquietudes y muestran su mundo. Acompañarles significa poner límites con afecto, escuchar de verdad y confiar en que el crecimiento tiene sus propios tiempos. La adolescencia siempre ha sido turbulenta, pero también es una fuente inagotable de creatividad y de transformación social.


ree

No es la nostalgia lo que mueve a muchos adultos a pensar que los jóvenes de hoy están peor, sino el vértigo que producen los cambios acelerados. El mundo se transforma a un ritmo que resulta difícil de seguir, y los adolescentes, que lo adoptan con rapidez, parecen extraños incluso para sus propios padres. Esa distancia genera inquietud y lleva a pensar que algo esencial se está perdiendo. Sin embargo, lo que cambia son las formas de expresarse, de relacionarse y de crear.


La esencia de la adolescencia, con su búsqueda de identidad y su fuerza renovadora, sigue siendo la misma. Tal vez convenga recordar que no asistimos a una decadencia, sino a una metamorfosis constante. Y que cada generación, con sus luces y sombras, ha sido acusada injustamente de ser peor que la anterior.



 
 
bottom of page