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Desorden en el ático

  • Foto del escritor: OSCAR PORTALES
    OSCAR PORTALES
  • 31 oct
  • 3 Min. de lectura

Durante la adolescencia, el cerebro atraviesa una transformación profunda que define buena parte de la personalidad, la conducta y la manera de relacionarse con el mundo. No se trata simplemente de un cambio biológico, sino de una auténtica reconfiguración del sistema nervioso que prepara al individuo para la vida adulta. Este proceso, aunque natural, se manifiesta de múltiples formas que pueden resultar desconcertantes para padres, docentes y el propio adolescente.

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El cerebro humano no madura de manera uniforme. En los primeros años de vida se consolidan las áreas básicas encargadas de las funciones motoras y sensoriales, pero durante la adolescencia la evolución se concentra en las regiones asociadas con la planificación, el control de impulsos y la toma de decisiones. La corteza prefrontal, situada en la parte frontal del cerebro, es la última en alcanzar su madurez. Este hecho explica por qué los adolescentes pueden mostrar comportamientos impulsivos o contradictorios, incluso cuando ya poseen una notable capacidad de razonamiento lógico.


Mientras el cerebro prefrontal está en pleno desarrollo, el sistema límbico, que regula las emociones y la búsqueda de placer, se encuentra especialmente activo. Esta combinación crea una especie de desequilibrio temporal. El joven siente con intensidad, reacciona con rapidez y busca experiencias que le permitan explorar los límites. Al mismo tiempo, su capacidad para prever consecuencias o controlar esos impulsos aún no está completamente asentada. Esta etapa, aunque desafiante, es esencial para el aprendizaje social y emocional, pues permite experimentar, equivocarse y adquirir una identidad propia.


Otro aspecto clave del proceso de maduración cerebral es la poda sináptica. Durante la infancia el cerebro genera una enorme cantidad de conexiones neuronales, muchas más de las que realmente necesita. En la adolescencia comienza un proceso de depuración que elimina las conexiones menos utilizadas y refuerza las más relevantes. Es una especie de limpieza interna que mejora la eficiencia del cerebro, optimizando su funcionamiento. Paralelamente, se incrementa la mielinización, un proceso que recubre las fibras nerviosas con una sustancia que acelera la transmisión de los impulsos eléctricos. Gracias a esto, la comunicación entre distintas áreas cerebrales se vuelve más rápida y coordinada.


En el plano externo, estos cambios se traducen en señales visibles y comportamientos característicos. El adolescente suele mostrar una mayor sensibilidad emocional y una tendencia al dramatismo, no porque exagere, sino porque su cerebro literalmente siente las emociones con mayor fuerza. Las relaciones con sus pares adquieren un papel central, ya que el sentido de pertenencia al grupo se convierte en una necesidad biológica y psicológica. También se observa una inclinación a desafiar la autoridad, a cuestionar normas y a buscar independencia, conductas que responden al impulso natural de construir una identidad diferenciada.


La necesidad de novedad y riesgo es otro rasgo distintivo. Muchas veces se interpreta como simple rebeldía, pero en realidad refleja una búsqueda de estímulos que activan los circuitos de recompensa del cerebro. Estas experiencias, aunque pueden ser peligrosas, también favorecen el desarrollo de la creatividad, la toma de decisiones y la autoconfianza. Es en este periodo cuando se consolidan las pasiones, los intereses y las aspiraciones que marcarán la adultez.


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El sueño, la concentración y el estado de ánimo también experimentan fluctuaciones. Cambios hormonales y neurológicos alteran los ritmos circadianos, haciendo que el adolescente tienda a dormirse y despertarse más tarde. Esto repercute en su rendimiento y en su humor, pero forma parte del reajuste natural del organismo.


En definitiva, el cerebro adolescente no es un cerebro inmaduro en el sentido negativo del término, sino uno en construcción. Se trata de una etapa de reconfiguración que combina vulnerabilidad y potencial. Comprender este proceso permite acompañar mejor a los jóvenes, brindarles apoyo sin sobreprotegerlos y reconocer que, detrás de cada impulso, hay un mecanismo biológico que está preparando al individuo para pensar con autonomía, tomar decisiones y enfrentar el mundo adulto con una mente más fuerte, flexible y creativa.

 
 
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