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Cuando todo se siente más fuerte

  • Foto del escritor: OSCAR PORTALES
    OSCAR PORTALES
  • 30 sept
  • 3 Min. de lectura

La adolescencia se vive como un terreno movedizo donde las emociones adquieren una fuerza casi desbordante. Lo que antes parecía una brisa ligera se convierte en un torbellino capaz de sacudir la vida cotidiana. No es casualidad ni un capricho del carácter, sino el resultado de un conjunto de transformaciones biológicas, sociales y psicológicas que se entrelazan de manera compleja. Comprender este proceso no solo ayuda a los adolescentes a transitar con mayor serenidad su propio camino, también permite a los adultos ofrecerles un acompañamiento más sabio y constructivo.


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Desde la neurociencia se sabe que durante la adolescencia el cerebro experimenta un proceso intenso de reorganización. El sistema límbico, responsable de la gestión de las emociones, madura más rápido que la corteza prefrontal, encargada de la regulación y el control racional. Esta diferencia de ritmos explica por qué los sentimientos se expresan con tanta intensidad y por qué a menudo parecen gobernar sobre la lógica. La descarga de dopamina aumenta la sensibilidad hacia las recompensas, lo que amplifica la necesidad de experiencias nuevas y la búsqueda de estímulos fuertes. Al mismo tiempo las conexiones neuronales se podan y fortalecen, lo que significa que el cerebro se está especializando y moldeando de manera definitiva.


A esta base fisiológica se suman los factores sociales. El adolescente empieza a construir su identidad, y para ello se mide frente a su grupo de pares. La aceptación social adquiere un peso decisivo y cada interacción puede sentirse como triunfo o fracaso. El rechazo se percibe con un dramatismo que para el adulto resulta exagerado pero que para el joven se convierte en una herida real. Las redes sociales han multiplicado esa exposición y con ella la intensidad de los altibajos emocionales. Basta un comentario o una imagen para detonar inseguridad, entusiasmo o frustración en cuestión de segundos.


El entorno familiar también influye de manera decisiva. Un clima rígido o excesivamente crítico tiende a incrementar la reactividad emocional, mientras que un ambiente de escucha y validación favorece que la intensidad se encauce sin volverse destructiva. El adolescente necesita comprobar que sus emociones tienen un espacio legítimo aunque todavía esté aprendiendo a expresarlas con equilibrio. Cuando el adulto descalifica o minimiza lo que siente, la reacción suele ser un aumento de la tensión, como si la incomprensión encendiera más fuerte la llama.


Comprender este fenómeno exige un cambio de perspectiva por parte de los adultos. No se trata de ver las emociones adolescentes como problemas a suprimir sino como parte de un entrenamiento vital. Son ensayos que preparan al joven para la vida adulta, aunque a veces resulten caóticos y desconcertantes. El adulto que acompaña con serenidad, sin dramatizar ni ridiculizar, contribuye a que el adolescente aprenda a observar lo que siente y a darle un cauce más consciente.


La dosificación de la intensidad emocional no surge de imponer silencio o de controlar cada reacción. Más bien se logra al ofrecer modelos de regulación. Un padre, una madre o un educador que mantiene la calma frente a una explosión de ira transmite que es posible sentir con fuerza sin dejarse arrastrar por el impulso. También resulta fundamental abrir espacios de diálogo donde se validen las emociones al mismo tiempo que se enseñan estrategias prácticas para manejarlas. Respirar, escribir, moverse, transformar la energía en arte o en deporte son recursos que permiten transformar la intensidad en creatividad y resiliencia.

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El papel del adulto no es el de juez que corrige cada error sino el de acompañante que sabe esperar y orientar. Una actitud de curiosidad genuina ante lo que vive el adolescente resulta mucho más eficaz que el sermón o la burla. Mostrar disponibilidad, preguntar sin invadir y ofrecer confianza se convierte en un sostén silencioso pero poderoso. La adolescencia, con toda su carga emocional, es una etapa de construcción. Cada emoción intensa deja una huella que puede convertirse en fragilidad o en fortaleza, y la diferencia dependerá en buena parte del entorno que la rodee.


Entender la intensidad emocional adolescente como un proceso natural y necesario permite a los adultos situarse en un lugar más comprensivo. Lejos de ser un obstáculo, es una energía que, bien acompañada, puede transformarse en pasión, creatividad y capacidad de amar con profundidad. El reto consiste en reconocer que esos cambios no buscan romper el equilibrio familiar o social sino que responden a una etapa de crecimiento. Quien acompaña con paciencia y respeto contribuye a que ese torbellino se convierta en viento que impulsa hacia una vida adulta más consciente y plena.


 
 
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